martes, 16 de agosto de 2016

UNA VIDA DE DOBLE TURNO

UN CAMINO HACIA MÁS APRENDIZAJES 

¿Existirá el momento en que nuestro país sepa valorar el nivel humano que nos rodea? o peor aún ¿Que nos sepamos valorar nosotros mismo? . 
No se si me corresponde contestar esa pregunta pero podemos sentarnos a pensar junto. ¡JUNTOS! que pequeña y a la vez tan importante que es esa palabra. Representa la unión que hay entre 2 o más individuos para realizar una actividad; pero que hoy en dia no tiene significado alguno.
En mi humilde opinion juntos posee un sinónimo muy controvertido, "DEMOCRACIA". Otra palabra importante en nuestro vocabulario que muy pocas veces lo percibimos. La democracia es una elección que poseemos todos, un camino en nuestras vidas que debemos recorrer. Somos libres a la hora de tomar nuestras decisiones, pero creemos que esta libertad no involucra todo los aspectos  de la vida. Una vida que debe ser guiada por un camino de decisiones contundentes diariamente, pero que dejamos a la suerte esa elección. Una vida con un futuro a escribir y que ¡TU!  eres el encargado de redactar en el "libro de tu vida"; un libro que solo tu puedes leer, uno que solo tu puedes escribir.
El futuro es un tema que muchos jóvenes tratamos de obviar porque no deseamos crecer, pero todo a su debido tiempo llega pero una sola vez en su vida.
Muchos diran a que me estoy  refiriendo, es a aprovechar el dia a dia no importa si es malo o bueno, debemos caminar con la frente en alto y bien predispuestos. 
Cuando somos jóvenes la educación no es un tema contundente en nuestras vidas, pero debería serlo. El estudio nos prepara para una vida de dolor y remordimiento, nos prepara para una vida feliz y emocionante, nos prepara para obtener un buen futuro, pero principalmente nos prepara "para ser alguien en nuestras vidas". 
Pensemos junto!, ¿hoy en dia la educacion abastece las necesidades de la sociedad del siglo XXI? En mi humilde opinión, NO ni en un poco. 
Hoy en día un niño que ingresa al secundario no sabe leer ni resolver problemas matemáticos, es una vergüenza. Un joven que ingresa a la facultad, debe rendir 3 veces el examen de ingreso o se queda en el primer año porque no sabe estudiar. 
Son claros ejemplos de lo que viven los estudiantes de hoy en dia. Es tanto el decaimiento educativo que hay más escuelas privadas que públicas, eligen vivir en la pobreza con contar de ofrecerle un buen nivel educativo a sus hijos. 
Buscar una solución a estos problemas no vienen de un dia al otro, llevan el mismo tiempo que tuvo al caer, décadas. Debemos empezar valorarnos a nosotros mismos y comprender la capacidad ya sea intelectual o motriz que posee la sociedad de nuestro pais, cuando logremos percibir la empatia ante tal situación ya seremos una gran potencia mundial.

UN CAMINO SIN LECTURA

LA EDUCACIÓN ES EL PRINCIPAL POLO EN EL CAMBIO A UN PAÍS NUEVO, CREO QUE A TRAVÉS DE ESTA RESEÑA LOGRE EXPRESAR MI PERCEPCIÓN DEL TEMA. 




RESEÑA CRÍTICA DE “UNA ALARMA INESPERADA”

En la siguiente reseña crítica, se realizará una comparación del texto “una alarma inesperada” escrita por Hernán Casciari, y con el video contando la  historia de la vida del autor. Se buscará tomar posición del escritor criticando su relato defendiendo con argumentos positivos y negativos mi punto de vista.
Como sabemos, una alarma inesperada  cuenta  cómo Hernán descubre su propia alarma en su cabeza  y que a diferencia del taxista, no posee la contraseña para pararla. No es un problema como parece, es un cambio que se produce en su vida al cruzar la frontera de hijo a padre. Todo comenzó aquella noche cuando fue a acompañar a su amiga en la presentación de su libro en la editorial de Ateneo, no siempre se sabe el porqué de las cosas, pero casi siempre  sorprenden. El poder ayudar a aquel padre, el taxista, a pagar el hospital para su hija activó la cuenta regresiva de la bomba en su cabeza. No es que vaya a explotar, sino que fue un disparador para lograr descubrir el verdadero significado de ser padre.
Ahora bien, no creó un buen método de persuasión el miedo que posee Casiari por la velocidad de conducción, en su lugar utilizaría la sorpresa y la lastima por aquel padre sufriendo. Creo que todo disparador humanitario es el miedo a ver sufrir a un niño ya sea llorando con tal sufrimiento, que no es fácil percibir en otras oportunidades o con aquellas caras de tristeza que parten el corazón en mil pedazos.  No sé si es un enlace conveniente para todo aquel drama. La parte que me pareció interesante fue como combina la alarma en su mente con la soledad en la autopista, ha usado un correcto conector. Las tinieblas representan el miedo y la añoranza hacia sus hijos.
Otra crítica que podría llegar a opinar, seria no involucrar demasiado su sorpresa al enterarse que el Ateneo pagaba a los acompañantes del autor. Creo que debe centrarse mas en la idea que desea transmitir. Cuando uno comienza a leer su texto deja de tener en cuenta el título del relato involucrando contenidos secundarios no muy importantes, dejamos de lado la historia y comenzamos a recordar su vida. Debe empezar a alejar sus anécdotas de sus cuentos, sé que él se inspira en los actos cotidianos, pero debe comenzar a realizar ficción.
Sabemos que Hernán Casiari tuvo una mala experiencia con las editoriales en su vida, pero crear una no resuelve el problema que envuelve en la sociedad actualmente. Se preguntarán que problema es ese del que estoy hablando, solo debemos mirar con detenimiento a nuestro alrededor, “los jóvenes ya no leen”. Perdón me equivoco ya no leen en papel, el imprimir libros y revistas ha producido un cambio en la sociedad de la época anterior, se debe buscar métodos interactivos como ha hecho Hernán, al escribir los relatos. Crear un blog y escribir textos cortos son el comienzo de un gran camino.
Debemos atraer a los jóvenes al mundo de la lectura, pero de un modo nuevo como está haciendo Orsai, la editorial de Hernán, utilizando los acontecimientos de la sociedad. Cuando se logre que ellos comienzen  a sentir empatía por lo redactado, hemos ganado la gran batalla entre el mundo de la tecnología y la literatura.
Debemos demostrarles que todos aquellos que leen, viven millones de historias, pero todos aquellos que no, solo viven una, su vida .

EL COMIENZO DE UNA NUEVA VIDA

UN TEXTO QUE NOS AYUDA A COMPRENDERNOS A UNO MISMO, EXPRESA LO MEJOR DE UNO.


UNA ALARMA INESPERADA DE HERNÁN CASCIARI

Durante media vida lo más trágico que puede pasar es tu propia muerte egoísta, pero entonces llega algo y ¡zas!, te cambia para siempre el epicentro del miedo. Yo descubrí esto arriba de un taxi. Un rato antes me habían pagado un dinero que no esperaba por algo que ni siquiera era un trabajo. Entonces decidí no viajar desde la Capital a La Plata en un micro mugriento, porque lo mínimo que podés comprar con plata inesperada es comodidad. El problema es que elegí a un taxista que estaba a punto de cruzar un límite.
Me acuerdo muy bien la fecha: era el invierno de 2008. Yo había ido a Buenos Aires a presentar «España decí alpiste» a un teatro, pero en medio del viaje había muerto mi padre y yo estaba un poco como bola sin manija. Hice mi presentación de todos modos y todo salió más o menos decente.
Una semana después mi amiga Carolina presentaba su primer libro en la librería El Ateneo, y me invitó a la presentación como moderador. Ella trabajaba con la Editorial Aguilar. Yo estaba muy decepcionado con Sudamericana, porque después de la presentación de mi libro, «España decí alpiste» no estaba en ninguna librería.
Cuando llegué a El Ateneo, la gente de Aguilar había puesto cientos de libros de Carolina, y todo el mundo que entraba compraba alguno. ¡Ah, cómo odié a los de Sudamericana! Pero todavía faltaba el broche de oro. Cuando terminó la presentación de Carolina vino alguien de Editorial Aguilar y me dio un sobre con plata.
—¿Y esto qué es? —quise saber.
—Nuestra editorial acostumbra pagarle a los que vienen a acompañar a los autores —me dijo la chica de Aguilar.
Yo pensé en el pobre Chiri, que había ido a ayudarme en mi presentación una semana antes. Y en Laura Canoura, que viajó a cantar desde Montevideo con su pianista... Los de Sudamericana no le habían dado ni la hora, ni un café con leche, ni un gracias. Qué emperrado estaba yo con mi editorial aquella noche.
Salí del Ateneo chinchudo, con el sobre de plata en la mochila. Ya era de noche. Tenía que cenar en casa de mi hermana, así que pregunté dónde podía tomar un ómnibus a La Plata. Me dieron una explicación tan llena de vericuetos que se me llenó el cerebro de pereza; entonces paré un taxi. Que pagara Aguilar.
Como sería un viaje largo, le pedí al taxista un precio fijo. El taxista era un muchacho de mediana edad, morochito, de ojos cansados, y no tenía la menor idea de precios fijos. Me explicó que manejaba el taxi desde hacía una semana, que el coche era de un primo, y que si era un viaje largo mejor, porque necesitaba el dinero.
Llamó por teléfono al primo y le pidió instrucciones y tarifas. El primo, por el manos libres, dijo un precio en voz alta.
El taxista me miró. Yo acepté y nos pusimos en marcha.
Salimos por Santa Fe y promediando la Nueve de Julio me di cuenta de que el chico manejaba nervioso. Primero pensé en cocaína. Después supuse que podía estar tenso por su inexperiencia al volante, pero no era nada de eso. La respuesta llegaría por teléfono.
El recorrido que estábamos a punto de hacer es de unos sesenta kilómetros. El teléfono del coche sonaría varias veces, pero la primera llamada ocurrió a la entrada de la Autopista, a la altura de la avenida Brasil. El taxista puso el manos libres y retumbó la voz de una mujer en el auto:
—¡Está cada vez peor, no sé qué hacer! —dijo la mujer.
—Te dije que la lleves a un privado y después vemos —gritó el taxista, y se saltó un semáforo en rojo.
—¿Con qué plata, Alberto, me querés volver loca?
—¡Sacála de casa, abrigada, y llévala al Durán, llevála a cualquier lado!
—¡Con qué auto!
—¡Decile a la conchuda de tu vieja que le pida el auto al marido! ¿Qué querés que haga yo? ¡Estoy en la Autopista La Plata!
La mujer empezó a insultar al taxista entre sollozos, pero se notaba que al mismo tiempo le hacía caso: se la oía caminar, resoplar y después un sonido de aire libre y bocinazos. En mi cabeza eso quería decir: alzó en brazos a la nena, bajó unas escaleras, la sacó a la calle.
El taxista también adivinó estos sonidos y dio indicaciones imprecisas. En un momento se oyeron sollozos en el teléfono; yo creí que eran de la mujer. Pero era el llanto de la nena. Lo supe porque el taxista, al escucharlos, crispó los puños sobre el volante y le dijo a la mujer que estaba en medio de un viaje, que no podía seguir hablando. Y cortó.
Durante un rato no nos dijimos nada. Pero al minuto, como si el taxista hubiera evaluado entre contarme o no contarme, me pidió disculpas y me explicó su drama entero.
Me lo soltó sin pausas, o por lo menos yo tengo el recuerdo de una parrafada que no tenía espacios, ni comas, ni matices. Me dijo que su hija desde hacía seis noches volaba de fiebre y que él se estaba separando de su mujer desde mucho antes pero que ahora la familia de su mujer decía que él se separaba para no hacerse cargo de la enfermedad de la nena y que él ya casi no dormía porque trabajaba de día en un corralón y de noche con el taxi del primo porque quería llevar a su hija a un hospital privado porque en los hospitales públicos la mandaban de vuelta a la casa con aspirinetas y que su mujer lo estaba volviendo loco.
Dijo algo así, o incluso fue más largo. Cuando empezó a hablar, el velocímetro estaba en ciento diez, pero cuando terminó ya íbamos a ciento sesenta. Me dio miedo, pero no dije nada porque el taxista hablaba sin grietas, como si estuviera ensayando frente al espejo un borrador que tendría que decir después.
La tensión estaba en sus manos, no en sus palabras. Yo le miraba los nudillos y buscaba a contrarreloj alguna palabra de ánimo, o de consuelo, porque iba a una velocidad tremenda por la autopista. Cuando encontré una frase para decirle, algo me lo impidió.
Empezó a sonar una alarma insoportable adentro del auto, una alarma potente y desesperada, como las chicharras contra robos de los coches estacionados.
Ni él ni yo entendimos qué pasaba, hasta que del manos libres apareció una voz metálica, grabada:
«Usted está saliendo del perímetro de la Ciudad de Buenos Aires», decía la voz, «necesita ingresar el código de seguridad».
La frase se repitió tres veces más, por encima de la alarma. El taxista no tenía la menor idea de lo que quería decir el mensaje y llamó a su primo con dedos torpes. El primo le dijo que era un sistema de seguridad del taxi. Nos costó entender la explicación, porque la alarma tapaba todo:
—¡Alberto! —gritó el primo—, seguramente pasaste el límite de Capital y el radar lo captó. Debés estar en Provincia. Hay que avisar que el pasajero no te estaba encañonando o no te robó el taxi. Anotá este número...
El primo le dio un número de seis cifras. El taxista lo tecleó en el teléfono y la alarma dejó de sonar. Se sintió en el taxi una paz vacía, irreal, parecida a cuando deja de sonar un lavarropas. Durante diez minutos viajamos en silencio. Yo miraba a cada rato el velocímetro, y de reojo vigilaba el gesto del taxista por el espejo.
Cuando sonó por última vez el teléfono faltaban diez o quince kilómetros para llegar a La Plata. Esta vez la mujer lloraba a los gritos y no se entendía muy bien lo que decía. Solamente escuchamos con nitidez la frase «está muerta». Lo dijo tres o cuatro veces, en medio de otras palabras cortadas, y después la consumió un llanto que me puso la piel como un rallador.
El taxista repetía a los gritos «Vanina, qué pasa» y la mujer respondía siempre las mismas dos palabras, pero él parecía no entender la respuesta y volvía a preguntar: «Vanina, qué pasa», y ella otra vez lo mismo. Fue un bucle de treinta segundos que se cortó en seco, como si el teléfono de la mujer se hubiera caído en un pozo.
No dijimos nada.
Hicimos de cuenta, el taxista y yo, que esa comunicación no había ocurrido. Ni el ‘Vanina qué pasa’ ni la respuesta de ella, monocorde y sin ritmo. Fue extraño ese silencio, porque estaba lleno de sordera.
En un momento empezó a cambiar el paisaje: se empezaron a estirar los árboles y las fábricas en la ventanilla. Tardé un poco en darme cuenta que la velocidad del auto se había disparado.
Me agarré con los dedos al asiento de adelante. El velocímetro estaba en ciento noventa y cerré los ojos. Los abrí y había pasado los doscientos. Cerré de nuevo los ojos y pensé dos cosas: o el taxista se quiere matar conmigo adentro, o quiere dejarme lo antes posible en La Plata para volver a Buenos Aires.
Le toqué el hombro, sin abrir los ojos:
—Dejame acá y volvé —le dije.
—¿Cómo acá? ¿Acá en la ruta?
—Acá mismo. ¡Pará acá!
Frenó sobre la banquina con una maniobra zigzagueante. Se dio vuelta y me miró a los ojos por primera vez.
Al verlo de frente, supe que era más joven de lo que pensaba: no tendría más de veinticinco años y estaba llorando desde hacía rato. Yo no me había dado cuenta de eso. Seguramente había hecho esfuerzos para evitarme el ruido de sus mocos.
—¿En serio? —me dijo—. ¿No te jode si te dejo acá?
Le dije que estaba todo bien, que podía llamar con mi teléfono a otro taxi. En realidad mi teléfono español no podía hacer llamadas locales, pero lo mío no era generosidad: era un miedo espantoso a que nos hiciéramos mierda contra un poste. Lo cierto es que yo quería salir inmediatamente de su drama.
Si el taxista tenía que matarse con el auto, que fuera de regreso a la capital y solo, no conmigo en el asiento de atrás. Sentí culpa por pensar de esa manera, pero fue lo que pensé. Entonces hice lo que solemos hacer los cobardes cuando sentimos culpa: saqué de mi mochila el sobre que me habían pagado los de Aguilar y me quedé con cien pesos. Cerré el sobre y se lo di entero, con todos los billetes adentro.
—El viaje y la propina —le dije.
El taxista miró la plata y ni siquiera hizo la actuación habitual de ‘no, hermano, no te puedo aceptar esto’. Pasó por encima de cualquier tradición pelotuda porque sabía que ese tire y afloje sería una pérdida de tiempo.
Me bajé del auto. Lo imaginé llegando al peaje y cambiando de carril como un rayo. Me quedé parado, con las brazos cruzados de frío.
Estaba oscuro y no había estaciones de servicio por ninguna parte. Tenía que empezar a caminar para algún lado, pero no pude: había una angustia horrible en las luces de los autos que iban y que venían. Y yo no me quería mover de mis dos baldosas de paz.
Entonces me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, y pensé en lo que no había querido pensar. Pensé en Nina y sus cuatro años. Pensé con terror en mi hija, que seguramente estaba en casa, durmiendo; y pensé en mi padre, que había muerto diez noches antes.
Sentí, de repente, que estaba cruzando un límite. Allí mismo, en ese momento. No un límite que separa la capital de la provincia. Era una frontera más intensa: había pasado de ser un hijo a ser un padre. Había pasado de no tener miedo nunca a vivir con pánico para siempre.
Aquella noche, en una zona imprecisa entre Quilmes y Berazategui, me empezó a sonar una alarma horrible en la cabeza. Y yo no tenía —nunca voy a tener— el código de seguridad para apagarla.


Hernán Casciari
Jueves 2 De Octubre, 2014